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Ahí está España / mejor tierra no la hay en toda Europa (Joxe Mari Iparragirre (1877 ))
¡Oh patria! Cuántos hechos, cuántos nombres;
cuántos sucesos y victorias grandes...
Pues que tienes quien haga y quien te obliga,
¿Por que te falta, España, quien lo diga?

[Lope de Vega, La Dragontea ]


La Iglesia Católica y los separatismos españoles

por Luis María Sandoval

Si España no es todavía indiferente a la Religión Católica, tampoco puede serlo la Iglesia a la suerte colectiva de la comunidad en que arraiga, sobre todo cuando España ha actuado colectivamente tantas veces al servicio de la Fe Católica. Para nuestra Iglesia, además de un deber cristiano genérico existen deberes de piedad humana y de gratitud.
Y no se debe olvidar, además, la necesidad de contrarrestar la convicción popular -indiscriminada como todas- de que el auge nacionalista se ha visto favorecido por importantes favores eclesiásticos, ya sea la contribución a la presión lingüística en Cataluña, ya sea la cuidada 'neutralidad' entre unos y otros feligreses a la hora de los funerales por las víctimas de la ETA.

Una de las grandes cuestiones que afectan a los españoles es la de los nacionalismos separatistas, que ponen en peligro la misma continuidad nacional de España.

Y una de las voces que podría y hasta debiera pronunciarse claramente sobre esta materia, formando el criterio de los españoles, es la de la Iglesia Católica.

Y ello por el peso que le confieren tanto su arraigo histórico como nuestro nivel de práctica religiosa, todavía superior al de otros países de Europa.

Por otra parte, también es algo que se ha de esperar de una Iglesia encarnada e inculturada de antiguo en esta comunidad histórica española: que intervenga para bien de todos en evitación de crisis. Si España no es todavía indiferente a la Religión Católica, tampoco puede serlo la Iglesia a la suerte colectiva de la comunidad en que arraiga, sobre todo cuando España ha actuado colectivamente tantas veces al servicio de la Fe Católica. Para nuestra Iglesia, además de un deber cristiano genérico existen deberes de piedad humana y de gratitud.

Y no se debe olvidar, además, la necesidad de contrarrestar la convicción popular -indiscriminada como todas- de que el auge nacionalista se ha visto favorecido por importantes favores eclesiásticos, ya sea la contribución a la presión lingüística en Cataluña, ya sea la cuidada 'neutralidad' entre unos y otros feligreses a la hora de los funerales por las víctimas de la ETA.

Por lo tanto se impone una predicación de la doctrina moral católica aplicable a la materia, realmente "profética", y sin ningún tipo de prudencias de la carne. Iglesia somos todos, fieles laicos y pastores consagrados, y todos hemos de aplicar primero y difundir después tales principios, pero sin duda la voz autorizada de la Iglesia es la de los obispos.

Evidentemente, tal predicación ha de consistir en primer lugar en predicar la subordinación de los sentimientos e intereses nacionalistas a la moral. Si la razón de Estado no está eximida de los Mandamientos, tampoco lo está la 'razón de nacionalidad'.

Es cierto que los nacionalismos centrífugos y separatistas no contradicen directamente un inexistente mandamiento divino acerca de las identidades nacionales y sus fronteras, como tampoco obedecen a él. Pero de ningún modo se puede pretender que los nacionalismos separatistas que existen son un asunto absolutamente indiferente moralmente, ni en sus principios ni en sus aplicaciones y consecuencias.

La Iglesia Católica, colectiva y oficialmente, no sólo haría bien, sino que cumpliría con su deber de siempre, predicando en la esfera política ciertos principios de su moral, como los siguientes:

1. Ante todo, que la condena de la violencia es accidental a la cuestión.

No se debate el terrorismo. Igual que un juicio cristiano del socialismo no queda satisfecho por la condena del terrorismo de motivación marxista, tampoco basta para salir del paso respecto de los separatismos condenar los métodos violentos. Se trata de enjuiciar y encauzar la misma inspiración nacionalista. A la postre, si su causa fuera justa, podría haber casos de lícito recurso a la fuerza en defensa de la libertad colectiva. Y viceversa.

No hace al caso ni es cierto que toda violencia sea igualmente mala.

2. Principio genérico básico, y por ello el más necesitado de recordarse, es la correcta escala de valores sociales.

Lo que hace valiosa la cultura de una comunidad son sus virtudes colectivas (en la medida en que virtudes y vicios pueden serlo). Del mismo modo en que determinados rasgos físicos, bien puros o bien diferenciados, no hacen superior a una comunidad, y su 'valor' no es intrínseco, sino que todo lo más reside en su rareza, tampoco las diferencias de léxico o gramática entrañan valor moral ninguno.

Emplear una lengua propia distinta no implica automáticamente valor cultural. Existe una clara gradación de motivos lícitos para el empleo y el fomento de las lenguas españolas privativas. Van desde el procurarse un idioma para acceder a las obras que en él se han plasmado; el cultivar la lengua materna por piedad filial; al simple proteger de la desaparición una rareza lingüística.

En cambio, son motivos inaceptables la autoadoración en círculo vicioso (mi 'nación' lo es porque habla una lengua propia, cuyo valor es... el de hablarse en mi tierra) y, sobre todo, la exclusión del prójimo: hacer del lenguaje barrera en vez de natural instrumento de comunicación.

La lengua, en sí, no es un valor. Lo son las virtudes que se expresan y brillan especialmente con giros propios en uno u otro idioma.

3. Cierta depuración de las virtudes, universalmente reconocida en la ascesis personal, es también de aplicación a las comunidades.

Predicar sin más el amor resulta tan vago en la vida social como en la individual. La generosidad del corazón se pone en práctica evitando el resentimiento, la revancha, la soberbia y la envidia (defectos todos ellos que se detectan en las actitudes nacionalistas) y practicando las virtudes opuestas.

Del mismo modo en que las personas deben amarse a sí mismas al tiempo que evitan la soberbia, es de imperiosa necesidad combatir la tentación del orgullo colectivo, que acecha so capa de amor patrio. Por lo general el énfasis en los hechos diferenciales raramente se queda en calificar los rasgos propios de distintos: éstos son además superiores; de modo que un Rh y una lengua sin parentesco 'probarían' la superioridad de una raza pura y naturalmente moral.

Una de las características negativas del nacionalismo es este deslizamiento desde el amor patriótico (que es natural y cálido, y que puede convivir con el de los demás, e incluso dentro de uno mismo con otros patriotismos más amplios en una jerarquía de caridades) hasta una soberbia colectiva, despectiva y excluyente.

Se da la particularidad de que el vanidoso sin fundamento no resulta tan hiriente para el prójimo como el que presume de superioridades que en verdad le adornan. Sin la caridad cristiana que evita mortificar a nadie con la modestia, el soberbio se extraña de que, puesto que dice verdad al proclamarse superior, no concite simpatías. La jactancia expresa es inaceptable tanto si posee fundamento como si no.

Y la Iglesia es la encargada de predicar humildad y modestia también a las colectividades, sobre todo cuando están tentadas por el nacionalismo.

4. Otro defecto moral que se consiente -y aun justifica con indulgencia- en los nacionalismos, cuando debe ser combatido como lo es en los individuos y en otras facetas sociales, es el del resentimiento que conduce a tendencias vengativas.

Sacar a relucir continuamente agravios pasados (a veces remotos de siglos, y a menudo muy discutibles en cuanto a su interpretación o en los hechos mismos) no es sino alimentar rencores colectivos.

La Iglesia no deja de predicar la moderación siempre, incluso recién terminado un conflicto bélico. Y combate toda reacción que sobrepase lo justo, lo prudente y lo benigno.

A nadie se le escapa la injusticia de la represalia como móvil. Así aquella 'justicia de clase' del comunismo de pretender llegar o rebasar con su opresión de clase la injusticia padecida por los proletarios a manos de los capitalistas.

¿Por qué, sin embargo, se habría de admitir sin reparo que los separatistas españoles, en materia lingüística entre otras, argumenten sin rebozo de manera análoga, amparando en pasadas injusticias -ciertas o presuntas- muy reales conductas presentes que no pueden justificarse en sí mismas, sino apelando implícitamente a una revancha compensatoria?

¿No debe la Iglesia en esta materia corregir abiertamente la tentación de las injusticias pendulares y predicar el justo medio sin admitir exculpaciones a cuenta del pasado?

5. Ligada a la soberbia, complacencia de uno mismo, está la envidia, que no desea el bien ajeno y se duele de él.

En el caso de España impera ya la envidia entre autonomías a cuenta de las competencias respectivas. Pero pretender alcanzar el nivel de otros no es desear los bienes ajenos.

En cambio, públicamente se han expresado deseos de que ciertas competencias de primera clase nunca sean conferidas a una 'segunda clase' que debe subsistir. La igualdad de competencias no lesiona el propio interés o libertad, sino el orgullo. Con la arbitraria y ridícula negación a Castilla o Aragón del título de 'históricas' no se busca la justicia propia sino la inferioridad ajena.

Además, en nuestra época de fácil comunicación resulta natural la tendencia a recoger lo mejor de las situaciones ajenas, y por ello a producirse la equiparación en el nivel superior.

La envidia, junto con el orgullo, el resentimiento y la revancha son vicios combatidos expresamente por la moral evangélica. Y si son colectivos, tanto o más que si fueran individuales. Falta la preocupación y la pastoral eclesiástica de los mismos.

6. Del pasaje revelado de la confusión de lenguas en la Torre de Babel extraemos los cristianos dos lecciones: que la barrera del lenguaje no pertenece al plan original de Dios, y que sí corresponde al actual estado de naturaleza caída.

Por ello la Iglesia debe enseñar a todos a sobrellevar esta mortificación cuyos efectos no desaparecerán del todo en este mundo.

Donde hay diversidad de lenguas, y sobre todo en los territorios bilingües, no hay norma que puede evitar o subsanar las molestias recíprocas, y es preciso predicar a todos -unos y otros- la mayor paciencia y comprensión porque, antes o después, de la existencia de lenguas oficiales (sean nacionales o autonómicas) resultarán agravios para las sensibilidades susceptibilizadas. Incluso el bilingüismo más puntilloso no puede conducir sino a rotulaciones redundantes o a discutir por la prelación (cuál por defecto, cuál en letra grande, cuál arriba, cuál a la izquierda) entre ambas lenguas.

La actitud más opuesta a la comprensión cristiana de las limitaciones de este mundo postbabélico es la de los intolerantes monolingües, ya sean los castellanoparlantes que consideran perfectamente innecesarias las otras lenguas, como los que pretenden "vivir en catalán" (o en euskera, y mañana en gallego, lo cual significa en realidad vivir sin castellano), procurando impedir por leyes o 'acción directa' que sus ojos topen con un sólo rótulo o publicidad en otra lengua, ni sus oídos con una interpelación en parlamento ajeno.

Reconociendo que la confusión de lenguas es una mortificación misteriosa, el cristiano no puede participar de la pretensión de negar esa realidad, sino enseñar a sobrellevar sus consecuencias con paciencia, comprensión y generosidad.

7. Ante el pecado original colectivo de la humanidad, que es el de Babel, la Iglesia está encargada de reparar también sus consecuencias, fomentando la unidad del género humano (1).

Sobrenaturalmente, la Iglesia es sacramento, señal e instrumento de la íntima unidad con Dios, y de la unidad de todo el género humano. Y en lo natural, el Nuevo Catecismo enseña a concebir en clave familiar el resto de las relaciones sociales y políticas (2).

Por eso, del mismo modo que no se pueden reclamar derechos de parentescos lejanos cuando se rechazan los lazos más inmediatos por los que se establece el vínculo familiar, tampoco se puede admitir seriamente la vocación europeísta y solidaria de aquellos nacionalismos que rehusan adherirse íntimamente a las unidades más próximas para remitirse a las universales.

Mal amará al prójimo al que no ve quien no ama al prójimo con quien vive. Si no se acepta la unidad familiar con el resto de los pueblos españoles no resulta creíble la presunta vocación de integración europea o mundial. Porque toda convivencia familiar entraña sin duda limitaciones respecto de la vida individual e independiente, aunque sea enriquecedora. Y, desde luego, la relación entre los españoles no es puro vínculo legal, sino también una relación entrañable, que se remonta a docenas de generaciones.

La vocación de fomentar la unidad del género humano, y su concepción del mismo en clave familiar, impone a los católicos interesarse activamente porque no se produzcan regresiones con la ruptura de unidades como la española, máxime cuando ésta se fundó sobre la común Fe Católica. Los propósitos separatistas mal pueden gozar de las simpatías de la Iglesia por cuanto son asimilables, en lo político, a la actitud divorcista.

Si la Iglesia tiene que predicar siempre con energía la equidad entre los cónyuges pero rechazando tajantemente el divorcio, evitando la separación y contemplando como mejor solución, siempre, la reconciliación (3), por la dicha extensión o analogía debe interesarse por la justa autonomía de las regiones y los derechos de la cultura de cada uno (es decir, de las lenguas propias de ciertas regiones como de los castellanoparlantes en ellas), pero refrenar también las veleidades separatistas, no tanto las políticas como las anímicas que las preceden.

8. La Iglesia predica una caridad general, una disposición a compartir en ambos sentidos, que es contradicha frontalmente por actitudes del género "nosaltres sols".

Cuando Vázquez de Mella define la unidad nacional como asociación de una región a otras de manera que "les comunica algo de su vida y se hace partícipe de la suya" expone una concepción netamente cristiana de participación de bienes, de modo que un sano regionalismo español implica la obligación de respetar las peculiaridades de los demás, así como el derecho a disfrutar del patrimonio de las otras regiones (4).

Júzguese cuán opuesta es la pretensión de autosuficiencia nacionalista, que no cree necesitar de las otras regiones españolas ni reconoce ser enriquecido de ellas, y además no está dispuesto a alegrarse ni aceptar que las glorias locales (figuras, monumentos) sean tenidas también como propias -por españolas- en las demás regiones.

El nacionalismo del 'nosaltres sols' es una postura típicamente egoísta: ni me interesa nada tuyo ni comparto contigo nada mío. Una actitud necesitada de conversión cristiana que está interpelando a toda la Iglesia.

9. Finalmente, el manido principio del leal reconocimiento del poder constituido aboga también por que la Iglesia Católica sostenga lealmente la unidad de España frente a los separatismos.

La sumisión y reconocimiento del poder constituido no es sino un principio subordinado y de orden público, nunca prevalente contra el orden moral cuando el poder establecido lo vulnera frontalmente.

Resultaría paradójico por tanto que se reconociera y aplicara con más énfasis ese reconocimiento del poder constituido respecto de cuestiones de contenido (así la Constitución vigente, pese a reclamarse legitimada para legalizar divorcios, abortos o eutanasias) que en aquellas cuestiones arbitrarias (como las fronteras de los poderes constituidos) donde, precisamente por su opinabilidad infinita, la paz social reclama más imperiosamente un coto a su perpetua discusión.

La pretensión separatista política rechaza frontalmente la sumisión al poder constituido. No ya a su mandatario ni a su forma, sino su jurisdicción.

Por ello, los obispos y sacerdotes que se amparen en el reconocimiento y la adhesión al poder constituido para abstenerse de denunciar los falsos principios de soberanía absoluta de esta Constitución deberían, con más justo motivo, predicar la sincera sumisión y adhesión a la comunidad definida por el poder español constituido, cuya unidad y límites no presentan desde el punto de vista moral las objeciones que suscitan el contenido de sus instituciones. El que acepta lo más, acepta lo menos.

La reverencia del poder constituido de facto es de mucha más aplicación a las cuestiones históricas, arbitrarias y convencionales que identifican a los pueblos, que a los contenidos de las instituciones políticas.

Pienso que todas estas reflexiones se desprenden, o están en consonancia, con la doctrina cristiana. Sin estas orientaciones, las almas corren peligro de deformación moral en masa, de la que se derivarían males sociales que pueden alcanzar cotas gravísimas (un católico piensa con San Agustín que no hay crimen humano que no pueda él mismo cometer, no que la Península Ibérica es inmune a las tentaciones de la Península Balcánica).

Convendría, a mi parecer, que la Iglesia Española, por sus obispos -que tantos documentos dedican a cuestiones de la vida civil-, aireara estos principios católicos sobre cuestión tan importante de la vida nacional.

Y hasta ahora, sólo el silencio de una predicaciónG, interrumpido por algunas notables voces, pero solitarías, que precisaría ser explícita y reiterada, atruena.

·- ·-· -··· ···-·
Luis María Sandoval

NOTAS

(1) Víd. Lumen gentium 1 y Gaudium et spes 42.
(2) Víd. CEC 2212.
(3) Víd. CEC 1649, CIC 1151-1155.
(4) Víd. Vázquez de Mella, Obras completas, Tomo V, pág. 211 (Discurso parlamentario del 18-VI-1907) y Gabriel Alférez Callejón, La participación política al alcance de todos, Speiro, Madrid, 1980, pág. 294.



 

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